[piopialo vcboxed=»1″]Las personas que tenemos más cerca a menudo son a las que menos escuchamos de verdad[/piopialo].
Se supone que las conocemos bien y que deberíamos prestarles una mayor atención, pero parece que todo lo vivido anteriormente no solo ha provocado cercanía, también ha producido algunos surcos de los que es muy difícil salirse.
Como explico en el libro Cre-actividad cotidiana: «El cerebro se comporta como una gelatina y los patrones de reconocimiento como agua caliente que pasa por ella. Una vez que asociamos algo de una manera, se produce un “canal” en la gelatina. La tendencia es a que el agua pase siempre por ese canal.
Cuanto mayores somos, más tendemos a etiquetar según nuestros prejuicios (juicios previos) y experiencia, los canales en la gelatina son más profundos, y esto, en la mayoría de los casos, funciona bien y nos es útil. Si algo era válido en el pasado es muy probable que siga sirviéndonos para el presente. Por eso es frecuente que seamos menos curiosos con la edad y que nos basemos más en las ideas preconcebidas que nos han ayudado a llegar a donde estamos. Nos acomodamos, ahorramos energía, no volvemos a analizar lo que ya hemos analizado antes si creemos que ese primer análisis fue correcto.»
De alguna manera, esas ideas nos hacen etiquetar a la persona y sus comportamientos: esa vez en que me trató mal sumada a la siguiente en la que no me hizo caso y a aquella en que su respuesta dolió, han cavado un surco que no nos deja ver al otro completo.
Aquella caricia, la mirada cálida, la atención prestada o esa mano tendida no parecen rellenar los surcos, son más bien como si hiciéramos un pequeño muro de flores al lado de ese surco.
El surco y las flores no facilitan la mirada y la escucha y, a veces, es necesario tomar distancia para mirar, para ver al otro, pero también para mirarse uno. ¿Por qué cada uno dio esos pasos? Tal vez lo importante no sea por qué, sino para qué, y esa pregunta es más fácil de responder: para entender mejor, para saber vivir.
Pero luego, en vez utilizar lo aprendido y vivir, nos quedamos enganchados mirando hacia atrás, a ese porqué.
Si fuéramos capaces de simplemente vivir… Caminar, gritar, ayudar, acariciar, mimar, cantar, gemir, llorar, reír y muchas de las palabras que en nuestro idioma terminan en «r», incluso pensar… todo iría bien, pero hay una que lo estropea todo y nos hace engancharnos en ese surco y sufrir angustiados. Se trata de «opinar».
En vez de vivir, opinamos sobre la vida, la clasificamos: esto es bueno, esto es malo, esto me gusta, esto no. Y de ahí vienen los juicios: esta persona no es como yo quiero que sea, ha hecho esto mal, es un(a) imbécil.
Vete de mi lado.
El que se va soy yo.
Se escucha un portazo.
Silencio.
Vacío.
Llanto.
Que dificil es llegar a una edad avanzada. Muchas experiencias pero a veces se satura el disco duro (cerebro) y por eso no se piensa mucho, sino que buscamos en recuerdos que ya tienen prejuicios. Pero si somos jovenes, falta la experiencia de la vida. En fin, siempre seremos imperfectos. Te felicito Natalia.
Hola Omar,
Muchas gracias por tu aportación. La aceptación de la imperfección, como bien dices, ayuda a cumplir años y a disfrutar cada uno de ellos.
Un abrazo,
Natalia
Natalia, tienes toda la razón, el problema son nuestros prejuicios.
Real Academia de la Lengua. Prejuicio: Opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal.
Gracias.
Incluso algo que se conoce bien y que siempre se ha «prejuzgado»… 🙂
Un abrazo y gracias por tu aportación Fernando.
Conciso, claro y, sobre todo, contundente. Gracias.